viernes, 26 de octubre de 2012

La depresión post fin de semana con amigos

Hay veces en las que me visitan amigos a los que normalmente tengo lejos y me lo paso tan bien que cuando se van entro en una espiral nostálgica casi depresiva. Supongo que es similar a lo que me pasa cuando estoy leyendo un libro que me está apasionando, que a medida que me voy a cercando al final me voy poniendo triste, y lo dilato, a veces hasta pongo un rato la tele y lo dejo encima de la mesa semanas enteras antes de acometer la lectura del final. Y es que creo que por cada libro bueno que me leo me tengo que tragar seis mierdas, y es por esa estadística que no quiero finiquitar el bueno cuando doy con él, es obvio, pues tengo aún seis basuras por delante por las que a veces hasta pago. Cuando vienen al sur buenos amigos y tengo la oportunidad de vencer mi pereza extrema y salir a tomar algo siempre acabo disfrutando y pensando en qué hago yo todavía en esta ciudad, en por qué no soy yo la que regresa y se marcha cada puente largo, en por qué no abandono el papel de anfitriona, en por qué no dejo de leer un libro cuando a las 20 páginas me doy cuenta de que es una bazofia. ‘Aquí todo es mejor’, de Justin Taylor, me lo he leído muy, muy deprisa. Tenía todos los elementos para que me gustara, pero no me he visto dentro. Me leía dos, tres cuentos mientras mis amigos despertaban de la borrachera y se quejaban de la edad porque no aguantamos ya bien los gintónics, y pensaba que las vidas pretendidamente tristes que me describe Taylor, repletas de inacción, estaban mucho más lejos de mí que los relatos de Ray Bradbury sobre la luna. Sin embargo, y no sé si es paradójico, mi vida está repleta de inacción. Mis amigos se marchan y yo me quedo, lamentándome por haberme enterado de tantas novedades de golpe y por haberme perdido esa parte de sus vidas. Lamentándome porque hace cinco años que yo no tengo novedades que contar. Hay veces que uno está predispuesto a que algo guste, a que algo sorprenda, a que algo cambie, y sin embargo lee y le parece todo lo mismo, el mismo personaje, las mismas comas, el mismo escenario, aunque en realidad no. La depresión post fin de semana con amigos lo nubla todo, nubla la lectura, la botella a medias sobre la mesa, la cantidad ingente de dulces que han sobrado, joder, todo el mundo a dieta, la certeza fugaz de que basamos este tipo de amistades en sentimientos añejos y en la mentira extrema del desconocimiento real, pero no, no nos detenemos ahí, es una niebla que queremos disipar a base de soplar con todas nuestras fuerzas.

martes, 16 de octubre de 2012

Respira, respira, nada alterará tu paz

“Memoria de la nieve es la intensa y desasosegante primera novela de la joven escritora gaditana Marian Womack. Un libro donde la nieve es la sustancia que altera la realidad y une a los muertos con los vivos”. Así, así me han vendido esta ‘novela’, y buscando qué tenía de novela y por qué no han advertido que era un libro de relatos me he pasado las 136 páginas. Mierda. Yo consumo libros de relatos, es más, me gustan, me apasionan, pero me cabrea sobremanera que me digan, eh, esto es una novela, y yo llegue al cuanto siete buscando la puñetera relación entre las historias anteriores y la que estoy leyendo, una relación de novela, ya me entienden, no una de libro de relatos donde ningún personaje tiene absolutamente nada que ver con el anterior. Yo lo habría disfrutado, seguro, con tal de que hubiera sabido que estaba ante un libro de relatos. Simplemente quería desahogarme, porque estamos a mediados de mes y no me queda presupuesto para Tigretones, me lo he gastado en libros novelas que son de relato, en realidad.

jueves, 11 de octubre de 2012

Siempre quise ser Myrna Minkoff

La Minkoff no sólo tenía varias causas (una de ellas, el propio Ignatius), sino que al lado de tamaño personaje se volvía más peligrosa, eran como un Bonnie and Clyde del esperpento, una pareja aparte, rara y despreciable. Yo siempre quise ser como ella, incluso me alegré cuando me dijeron que debía llevar gafas y me compré unas de pasta, pero no sólo carezco de causa, sino que tampoco tengo claro cual es mi deseo primitivo, de fin, y ojalá supiera qué es eso que quiero de verdad para poder ir corriendo a buscarlo. La Minkoff me parecía el modelo universitario a seguir, y probablemente por eso me estuve arrimando a tipos despreciables, para convertirlos en mi causa (y que luego digan que las lecturas de la adolescencia no son peligrosas). Anoche, mientras fabulaba (ah, qué invento, la imaginación, y cuán a menudo he de apartarla de los tópicos, que se cuelan por las rendijas), me di cuenta de que quizá el becario era algo así como mi última causa. Mientras devoraba un Tigretón de mi despensa decidí llamarle. ‘Te dije que te esperaría, hasta que estuvieras preparada, así que aquí estoy’, me dijo, y colgué. Nada que sea sincero y puro puede ser tan paciente, albergar tan poco rencor que de pánico. Mi muy mejor amigo dice que a las tías sólo nos gustan los hijos de puta, y yo siempre me río y le contesto: sólo a las enfermas, querido, sólo a las enfermas. Yo nunca he querido a un hijo de puta, pero sí a un inocente que se creyera hijo de puta, que hay una diferencia sustancial, no sé si me entendéis. Creo que debo enterrar lo del becario, igual que he tenido que enterrar otras cosas en mi vida, pero es difícil, con tanta canción de amor atronando en la radio.
Esta maravillosa imagen es de Julia Sardá: http://www.juliasarda.blogspot.com.es/2012/02/ignatius-y-minka.html

lunes, 8 de octubre de 2012

La madre y la pasta

Llegan los días en los que el sueño tiene más de hormigueo de pies, de paso en falso novelable, de tener ganas de poseer algo que ir a buscar y darse cuenta de que nosotros mismos hemos puesto la correa y la hemos atado corta, por si acaso se nos ocurría perseguir la puesta de sol. Quedo con vosotros para ir al cine, aunque a veces no venís, pero siempre me parece que te sentabas a mi lado, y veo historias a medias, cosas que empiezan de manera prometedora y que luego se desinflan, como la historia de nuestras vidas; porque seamos sinceros, ninguno de nosotros, no, ninguno, ha llegado a convertirse en un suflé apetecible. Y ahí estamos, bebiendo deprisa nuestras cervezas heladas y luego quejándonos de que ya hace fresco y nos duele la garganta, mirándonos la punta de los zapatos y echándole la culpa a nuestras madres de la ponzoña que nos enloda la voluntad. A ver, carajo, a vosotros cuatro os lo digo: no se trata de que mamá fuera demasiado severa, de que te hiciera sentir como una rata, de que te llamara mentirosa hasta perder la dentadura, de que te dijera que te olvidaras de aquel chico porque jamás iba a fijarse en ti, no, se trata de pasta, esto es, porque estaríamos bebiendo gintonics en vez de cerveza y con el cambio de alcohol el alma se engrandece, y el perdón es sencillo, y si la marca es buena, a veces hasta desaparece el miedo. Con pasta de sobra no tendríamos que mirarnos la punta de los zapatos porque estaríamos seguros de que no están hechos una pena, podríamos decir eh, si esta peli es una mierda, joder, pues veamos otra, y no habría que limitar el cine a una vez cada dos semanas. Hubo generaciones así, lo he leído en los libros. Los psicólogos nunca ponen el punto de mira en nuestras raquíticas nóminas, ¿cómo coño pagáis las terapias? Joder, estoy escribiendo esto y quizá tengáis razón, la culpa es de nuestros padres por no haber nacido ricos, definitivamente.